miércoles, 7 de septiembre de 2011

Roma y España. Dos mil kilómetros de distancia territorialmente hablando. Ahora, si ya nos ponemos a hablar de sentimientos, la cosa cambia. Dos mil kilómetros supone unas horas en avión, medio día en barco, algo más de 1440 minutos en autobús. Pero es la distancia anímica la que me preocupa, la que no duele pero te deja con una sensación de vacío que no la cubren ni todos los helados de limón y fresa del mundo.
Son demasiadas cosas de por medio. Ya no hablo sólo de kilómetros, ni siquiera de sentimientos. Es complicado intentar competir con el Coliseum romano. Imposible con la Fontana de Trevi. Demasiadas monedas lanzadas al agua. Demasiados deseos, vanas esperanzas confinadas en un foso de agua. Estatuas inmóviles que se han revelado ante unas paredes que lloran por no acaparar la suficiente atención. Una plaza demasiado reducida para tanta belleza concentrada. Y no, una contra eso no se puede si quiera plantear iniciar una competición, porque perdería antes de colocarse sobre la línea de salida. No. Sólo se puede soñar, imaginar, ponerse frente a una fotografía y pensar en un gran trasanlántico. Un viaje de ensueño a través de la ciudad-sobre-el-agua, un Nápoles acogedor, un mar y un barco expuesto a tormentas y sol. Mucho sol. El que es testigo de una distancia de dos mil kilómetros que cada día se va reduciendo.

Sí, todo viaje tiene su comienzo y su fin. Pero todo consiste en disfrutar a cada minuto del momento decisivo, único en su especie. De unos camareros que te hablan en italiano o de un barco en el que la única forma de conseguir una mesa para la comida sea dominando el inglés. Disfrutar, hablar, disfrutar.


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