domingo, 19 de septiembre de 2010

Podría haberle dicho a esa niña que yo tengo dos licenciaturas obtenidas con notas excelentes, que hubo algún momento de mi vida en el que realmente manejé mucho dinero. ¿Y era feliz? No, en absoluto. Me faltaba lo esencial para serlo: autoestima. Y me faltaba autoestima porque, al igual que a esa niña, me había educado para creer que mi valor residía en mis logros y no en mí misma. Esa niña cree que será feliz si es rica. Yo creía que podría ser feliz si adelgazaba cinco kilos, si encontraba una pareja devota, si conseguía que todas las personas que yo considerara relevantes me apreciaran... Tardé mucho en darme cuenta de que yo nunca iba a ser feliz en tanto no buscara la felicidad dentro de mí misma y no fuera.

Me hubiera gustado transmitir a esa niña que el secreto de rozar con los dedos en esta vida la muy esquiva felicidad consiste en ser coherente con uno mismo, que el valor de uno no reside en los ojos de los demás sino en el propio interior, en alcanzar los deseos y las aspiraciones más profundas -que normalmente nada tiene que ver con el dinero- y en disfrutar al máximo las propias capacidades. Me hubiera gustado saber hacerlo, digo, pero no quería enfrentarme con su madre, que vive obsesionada con el éxito académico y con el brillo social, y que es la que ha transmitido a su hija esa filosofía de vida. No sé, quizá la madre se dé cuenta de que en la vida los errores son necesarios porque aprendemos de ellos más que de los logros. Que por eso no hay que aspirar a ser la mejor en todo. Yo al menos, intento estar orgullosa de mis errores, que son muchos. De hecho, de tanto tropezar es como he aprendido a caer con estilo.

1 comentario: